El beso de la luna

miércoles, marzo 12, 2014

La lluvia caía con gran intensidad sobre la casa. Las gotas al caer componían una melodía presidida por los truenos, que anunciaban su llegada a los lejos. El viento soplaba con gran fuerza estrellándose contra las ventanas. Las luces se prendían y apagaban dentro de la casa hasta que la oscuridad ganó la batalla. 

- ¡Mamá! ¡Mamá!- gritaba la pequeña Rosalinda mientras se escondía dentro de las sábanas. Su madre apresurada tomó una vela, y salió   en auxilio de su pequeña. Entrando al cuarto de su hija se acerca a una orilla de la cama y se sentó dejando la vela en la cómoda. 

- Ya estoy aquí mi pequeña. ¿Qué ocurre? - Dijo la madre de Rosalinda mientras sobaba dulcemente su espalda. La pequeña comenzaba a incorporarse, sacando poco a poco la cabeza de entre las sábanas. A los lejos se escuchaba el retumbar de un trueno provocando que Rosalinda se volviera a esconder dentro de las sábanas. 

- Mi niña no tienes porque esconderte ya estoy aquí. ¿Dime qué es lo que te asusta? 
- No me gusta que esté oscuro, me da miedo. 
- Pero si ya no está oscuro he traído una vela. 
- Pero el viento sopla muy fuerte mamá. ¿Y si llegara a entrar por la ventana? Apagaría la vela. 
- Las ventanas están perfectamente cerradas. La vela no se apagará. 
- Pero ¿Y si se termina antes de que salga el sol? Estará oscuro mamá. 
La madre se levantó de la cama dirigiéndose hacia la ventana. Abrió lentamente las cortinas dejando entrar la luz de la luna en la habitación.  

- Si la vela se llegara a pagar. Siempre podrás tener la luz de la luna cariño.- Decía la madre mientras regresaba junto a su pequeña. 
- Pero me da miedo dejar las cortinas abiertas mamá. ¿Qué tal si la luna es mala? 
- No mi amor como va a ser mala la luna. Ven pequeña. - La madre lentamente retiro las cobijas de la cabeza de su hija. - Quiero que mires un momento la ventana conmigo.- La niña estrechando el brazo de su madre miró hacia la ventana. 
- ¿Alcanzas a ver aquella estrella que está junto la luna? 
- Si mamá. 
- ¿Alguna vez te he contado la historia de aquella estrella? 
- No. 
- ¿Te gustaría escucharla? 
- Si- Dijo la niña esbozando una tímida sonrisa. 
- Bueno. ¿Por dónde comenzamos? 
- En erase un vez mamá… 
- ¡Claro tienes toda la razón! Erase una vez, en un reino llamado Linoac, habitaba un amble joven, que acababa de ser coronado rey tras la muerte de su padre. El pueblo lo adoraba y sus pobladores estaban contentos de que él hubiera ocupado el lugar del antiguo monarca, no había mejor opción. 

Cerca de su reino se encontraba un misterioso bosque. No cualquiera podía adentrarse en éste. Contados eran los que habían entrado en él y logrado regresar. Por lo que por decreto real se les había prohibido a los habitantes acercarse al bosque. Ya había pasado bastante tiempo desde que el último plebeyo logró salir de ahí. Por lo que había diferentes versiones sobre qué era lo que escondía aquel misterioso lugar. Muchos decían que un dragón vivía al final de éste y que él había devorado a todos los que no había regresado. Otros cuentan que justo en el centro se encuentra una vieja cabaña en la que habita una horrible bruja. Y cuando ésta siente tu presencia sale en tu búsqueda. Una vez que te ha encontrado te lleva a su casa y te convierte en vela. Pero eran puras suposiciones, nadie sabía realmente la verdad. 

Era una tradición que cada vez que un nuevo rey fuera coronado se adentrara en el bosque y buscara la salida. El motivo de esto era que sólo un buen monarca lograría encontrar la salida. Y de la misma manera que encontró el camino guiaría al pueblo a un largo tiempo de gloria. 

Aquel ritual le preocupaba un poco al rey Edgar. Desde que había sido coronado no había conseguido dormir del todo bien. No quería desilusionar al pueblo, si no encontraba como regresar, y mucha menos a su padre. Conforme el día de la prueba se acercaba sus nervios incrementaban. Ante todos se mostraba tranquilo, no quería preocupar a nadie, aunque por dentro el miedo lo comía vivo. 

Un día antes de su prueba su maestro lo citó en sus aposentos. Cuando el joven rey llegó este saco unos empolvados pergaminos. 
- Ven Edgar acércate a la mesa.- Le dijo el viejo maestro mientras extendía los pergaminos sobre la mesa. 
Lo que estaba a punto de enseñarle iba a causar un gran alivio a sus nervios. 
- Uno de tus ancestros el rey Eustasio memorizó cada rincón del bosque y lo trazó sobre estos pergaminos. Usted puede hacer uso de ellos si los desea. A partir de este momento son suyos. Le han pertenecido a varios miembros de la familia real. A su abuelo por ejemplo, que tomó la ayuda que estos le brindaban; a diferencia de su padre que decidió seguir a su instinto. La decisión que tome majestad será respetada. Tome lléveselos, ya sabrá usted si hará uso de ellos o no. 

El rey tomó los pergaminos de la mesa y los llevó a sus aposentos. Se encontraba bastante confundido. Al verlos extendidos sobre la mesa había decidido utilizarlos. Todo eso antes de que su maestro mencionara que su padre no los había utilizado. Si quería honrar su memoria como es debido. 

La idea de revisarlos no abandonaba su cabeza, pero se mantuvo firma a sus creencias y decidió no mirarlos. Pera evitar tentación alguna mando llamar a su maestro, para que retirara los pergaminos. 

Después de un largo día, el sol se retiró dejando a la noche cubrir el cielo con su oscuro manto. Edgar no lograba conciliar el sueño. Los segundos se convertían en minutos y las horas se volvían una eternidad. El sabía lo importante que era el descansar bien, más si le espera un día tan importante. Pero sus pensamientos lo mantenían despierto. No sabía con exactitud cuanto tiempo quedaba antes de que saliera el sol, pero ya no podía permanecer acostado ni un segundo más. Comenzó a dar vueltas alrededor de la habitación. Tratando de distraer su mente con el ruido de sus pisadas. Pero fue en vano lo único que consiguió fue un leve mareo. Se acercó con cuidado hacia la ventana para poder tomar un poco de aire fresco. Era una noche preciosa. El cielo se encontraba despejado y lograbas ver con claridad a cada una de las estrellas. Que con el brillo de la luna relucían más que nunca. Disfrutando la cálida brisa recordó que su madre siempre que él tenía problemas para dormir le contaba una historia sobre la luna. La historia era sobre la bella princesa que habita en ella. 

Regresó a su cama y comenzó a narrar la historia para sí mismo. Empezó con un tono de voz fuerte y clara; conforme iba avanzando el relato el tono se volvía más bajo, hasta que el silencio reinó en la habitación. Le parecía que acababa de cerrar los ojos cuando dos sirvientes entraron en la habitación. 

- Venimos a ayudarlo a alistarse su majestad.- Dijeron ambos sirvientes mientras hacían una reverencia. 

Edgar salió de la cama de un salto, listo para enfrentar cualquier obstáculo. Antes de retirarse fue a despedirse de la reina, que se encontraba desayunando en el gran comedor. 
- Madre, no quiero interrumpir tu desayuno, solo vengo a despedirme. 

- Tú nunca interrumpes hijo.- su madre se levantó y le dio un beso en la frente. - Ten este medallón pertenecía a tu padre. Cuídalo te protegerá mientras te encuentres lejos.- Dijo la reina mientras le dejaba caer el medallón en las manos a su hijo. 
- Prometo que no será por mucho. Estaré de vuelta rápido, tanto que no notaras que me marche. 

Ambos se abrazaron fuertemente. Edgar abandonó el comedor acompañado de cuatro lacayos y del capitán de la guardia real. Se dirigieron a la salida del castillo donde los esperaban sus caballos. Una vez que el rey estaba encima de su caballo los demás prosiguieran a montarse en los suyos. 

- Bajen el puente.- Gritó el capitán. 

Cuando el puente tocó el piso, el corazón de Edgar retumbo. El bosque se alcanzaba a ver desde el castillo. Se quedó contemplando a su rival olvidando todo a su alrededor. 
- Su majestad cuando usted diga. Estamos listos para partir.- Dijo el capitán. La grave voz del capitán lo hizo regresar. 

- Estoy listo, salgan detrás de mí. – Exclamó Edgar mientras salía disparado por el puente. 

Los latidos de su corazón eran irregulares, estos se habían sincronizado con las pisadas de su caballo. Distraído en sus pensamientos no notó que ya se encontraba en la entrada del bosque. Uno de sus lacayos se acercó a él para ayudarlo a bajar. 

- Mi rey tome esta corneta, si llegara a necesitar ayuda solo tóquela e iremos.- Dijo el capitán extendiendo la corneta. 

- Gracias caballeros. Nos encontraremos dentro de un rato. 

El momento había llegado. Edgar comenzó a dar pasos pequeños y de poco a poco aumentó la velocidad. Escuchaba como el sonar de las trompetas de la guardia disminuía. Fue adentrándose cada vez más y más. Hasta que no vio más que un montón de árboles. ¿Para donde ir? Todo era exactamente igual. Sacó una pequeña navaja y comenzó a tallar los árboles con su inicial. Decidió avanzar en línea recta, para evitar perderse. Después de un rato se percató que había estado caminando en círculos, debido a que encontró varios árboles marcados. No importaba a que dirección se dirigiera siempre parecía regresar al mismo punto. El sol comenzaba a ponerse y él seguía sin saber a dónde dirigirse. Miró a lo lejos y alcanzó a percibir algo que parecía ser una montaña. 

¡Perfecto! Pensó. Subiría a la montaña y lograría ver el camino de regreso. Aprovecho lo poco que quedaba de luz para dirigirse hacia ella. Para no perderse siguió la sombra que esta proyectaba. Antes de que se retirara el sol, él ya había llegado a la montaña. No alcanzaba a ver la punta de esta. ¿Pero qué tan alta podía ser? Subió sus pies a una roca y comenzó trepar. Las horas transcurrían y Edgar continuaba escalando. ¿Qué tan lejos se encontraba de la cima? No lo sabía debido a que no lograba verla. Pero no se dio por vencido siguió y siguió hasta que los pies no le dieron más. Debilitado dejó caer su cuerpo al suelo, con lo poco de energía que le quedaba se arrastró un poco más. 

Después de un rato de estar tumbado en el suelo comenzó a incorporarse. Estiro su cuerpo hasta que su cabeza chocó con algo. Se hizo a un lado y miro hacia arriba. Una luz deslumbró sus ojos. Poniendo su mano en la cara, para cubrirse un poco del resplandor, miro una vez más. 

No lo podía creer. ¡Era la mismísima luna! Confuso subió a esta. Si la luna ya era bella de lejos, de cerca podías contemplar con más detalle su esplendor. Había una especie de polvo alrededor. Se agachó para verlo con más detenimiento. Brillaban más que un diamante y se disolvía al contacto con la piel. Avanzó sin rumbo alguno y una vez más se encontraba perdido, pero esta vez no le importaba. Estaba hechizado con la belleza que lo rodeaba. 

Algo brillaba con la misma o más intensidad que la luna. Siguió el resplandor, para encontrarse con lo que parecía ser una mujer sentada en un trono de plata. Se acercó con sumo cuidado no quería espantarla. Se escondió detrás de unos árboles que parecían ser de cristal, pero estos no se transparentaban. Pudiéndola observar con más detenimiento descubrió a la criatura más bella, jamás antes vista. Su piel era tan blanca que parecía irradiar luz. Sus ojos eran de un color peculiar, parecían ser morados pero a segundos se tornaban grises. Su vestido y corona era de un azul claro. Toda ella era perfecta, si antes hubiera sabido que la historia de la princesa en la luna era cierta. Perdió todo control sobre sí mismo, desde ese momento le pertenecía a ella. Al quedar asombrando por su hermosura perdió el equilibrio cayendo así torpemente al suelo. La joven notó el ruido y se acercó a donde se encontraba Edgar. 

- ¿Se encuentra bien joven?- Dijo la muchacha.
- Si, lamento la intrusión. Déjeme presentarme soy el Rey Edgar del reino Linoac.- Dijo, haciendo una pequeña reverencia. 
- ¿Es usted de abajo? ¿Pero cómo ha logrado subir? ¿Quién le ha dicho como encontrarme?
La bella joven comenzó a ponerse nerviosa. 
- Me he perdido y he subido la montaña para poder ver todo desde lo alto y encontrar el camino de regreso. 
- Es mejor que se regrese de inmediato. Está por llegar el día y usted no puede permanecer aquí. 
- Pero no sé como regresar y aún no me ha dicho su nombre. 

La joven se acercó a una rama de los árboles y apretó una de las hojas.

- Tenga- Dijo la joven mientras le extendía lo que parecía ser una gota de agua.- Con esto encontrará el camino de regreso. Le permitirá ver todo con mayor claridad. Ahora le pido que se retire antes de que regrese el sol. 
- Pero si aún no me ha dicho su nombre. 
- Váyase y no insista más. 

Edgar le dio las gracias dándole un tierno beso en la mano. Siguió sus huellas y bajó lo antes posible de la luna. 

Como le había dicho la misteriosa joven, con aquella gota había logrado encontrar rápidamente la salida. Su séquito estaba esperándolo fuera del bosque. De regreso al castillo, se dirigió a sus aposentos sin hablarle a nadie. Se sentó en su cama a observar su gota. Pero que hermosa criatura pensaba. Si hubiera tenido más tiempo. Todos sus pensamientos se encontraban invadidos por ella. Si no conseguía sacarla de su mente menos de su corazón. Tenía que volver a verla. Eso haría saldría del castillo de noche y volvería a la luna. No podría vivir tranquilo sin saber su nombre. No quería que nadie se enterara de su viaje a la luna y menos que tenía pensado regresar. Así que esperó que se ocultara el sol, se puso encima una vieja capa que le cubría la cabeza. Tomó su gota y se metió al pasadizo secreto que se encontraba debajo de su cama. Al estar fuera del castillo su capa negra se confundió con la oscuridad de la noche. 

El rey no percibía nada de entre las sombras, pero gracias a la gota logró llegar sin problema alguno hasta el pie de la montaña. 

Después de algunas horas llegó a la cima. Su corazón latía con la misma emoción que la primera vez y sentía una extraña sensación en la boca del estómago. Notó que en el suelo seguían las huellas que había hecho la noche anterior. Caminó siguiéndolas hasta que chocó con la bella 
princesa. 

- ¿Pero qué hace usted aquí? Creí que había logrado regresar. 
- Y así fue- dijo haciendo una reverencia.- Perdone el atrevimiento pero tenía que volver a verla. 
- Bueno ya me ha visto, ahora le pido que regrese de donde viene. 
- Perdone usted, pero por el momento me siento bastante cansado. He camino por horas, necesito descansar un poco. 
- Está bien. Descanse un rato, pero cuando se sienta recuperado emprenda el camino de regreso. 
- Y así será. 

La joven empezó a alejarse del rey. 
- ¿Se va? 
- ¿Disculpe? 
- Bueno me parece un poco rudo que siendo yo su invitado me abandone. 
- Oh perdone usted. – Dijo la joven con un tono sarcástico. 
- Estará usted perdonada con la condición de que me diga su nombre. 
- Disculpe, pero eso no es de su incumbencia. 
- Sabe usted que uno de los motivos por el cual yo regresé es por saber su nombre. Si no me lo dice, me veré que con la penosa necesidad de regresar hasta que sea tan amable de decírmelo. 
- Ya verá que se cansara de estar viniendo. 
- No me conoce, pero cuando me propongo algo lo cumplo. 
- Esta usted muy hablador. Veo que ya se ha recuperado, creo que ya es tiempo de que regrese. 

El rey se despidió de la joven y emprendió el camino de regreso.

Noche tras noche Edgar se dirigía a la montaña para ver nuevamente a la joven que hacia las noches más brillantes que cualquier día. Poco a poco fue ganándose su confianza. Y después de una largo tiempo de espera y lucha logró saber el nombre de la bella doncella. Una noche mientras Edgar le contaba sobre los alrededores de su castillo ella lo interrumpió diciendo: 
- Selene. 
- ¿Disculpa?
- Mi nombre es Selene. 
- Lo ve no era tan complicado. Y ahora que nos encontramos en un momento de sinceridad, debo de hacerle una pequeña queja. La gota que me dio no sirve del todo bien. 
- ¿Cómo va a ser eso posible? 
- Siempre que quiero regresar a mi hogar me dirige a usted. 

Con cada noche que transcurría les era más difícil la separación. Ninguno quería abandonar el lado del otro. Edgar estaba seguro desde la primera vez que la vio que quería estar siempre con ella. No tenía más que pensar, pediría su mano en matrimonio. 

Mandó una convocatoria a todos los joyeros del reino y de reinos cercanos. Quien fabricara el mejor anillo de compromiso tendría más riquezas de las que jamás imagino. No había persona en el reino que no hablara sobre el asunto. La pregunta que estaba en boca de todos era ¿Quién es la misteriosa joven? ¿Sería quizás una princesa del sur? Pero estaban lejos de acercarse a la verdad. 

Joyeros de todos lados llegaron con sus anillos, pero a Edgar ninguno le pareció suficiente. En una mano tan bien esculpida no podía ir cualquier cosa. Hasta que un joyero del reino del agua pidió una audiencia con el rey. Le entregó a Edgar un precioso anillo tan delicado y brillante como la piel de su amada. Era el indicado. 

Esa misma noche se definiría el resto de su existencia. Nunca había estado más nervioso en su vida. Al subir a la luna encontró a Selene esperándolo. 
- Hoy ha llegado más tarde de lo usual. Por un momento creí que no llegaría. 
- Nunca faltaría a una cita con usted. 

Edgar se hincó, tomó la mano de Selene y le dijo: 
- Hace un tiempo le mencioné que su gota no servía. Puesto que siempre que quería regresar a mi hogar me dirigía a usted. Pero el hogar es donde habita el corazón, y déjeme decirle que desde la primera vez que la vi mi corazón habita en usted. Hágame el honor de ser mi esposa. 

Selene soltó una lágrima y dio un paso hacia atrás. 
- ¿Qué es lo que ocurre? Perdone si mi atrevimiento le ha hecho mal. 
La lágrima se multiplico inundando su rostro. 
- No. 

El semblante de Edgar se torno pálido. Y con un nudo en la garganta pregunto: 
- Me veo con el atrevimiento de preguntar ¿Por qué es que me rechaza? 
- Yo sabía que no debía de hablar con usted. Sabía que esto iba a terminar mal. No puedo engañarlo, no a usted que me conoce tan bien. Cuando lo vi por primera vez supe que no volvería a vivir en paz. Es por eso que le insistía en que se alejara. Quería que se marchara antes de que fuera demasiado tarde. Pero eso ya no importa porque me encuentro perdidamente enamorada de usted. 
- Si me amas como dices, ¿Por qué me has rechazado? 
- Lo nuestro no puede ser. Yo no puedo abandonar la luna. 
- Si no puede abandonar la luna me quedaré. Lo dejaré todo por usted. 
- Pero no puede hacer eso. Hay todo un reino que confía en usted. 
 - La visitaré todas las noches como lo he estado haciendo, lograré que funcione. Yo haría todo por usted. 
- Regrese hoy a su castillo y mañana con calma hablaremos del asunto. 
- Como guste. Pero por favor tenga esto. – dijo mientras le ponía el anillo en el dedo. 
Se despidieron con un tierno beso, que terminó por sellar la noche. 

Al caer el sol el rey regresó al punto de siempre. Pero la montaña no se encontraba. La gota jamás se había equivocado. Caminó en círculos y todo a su alrededor se encontraba repleto de piedras. Era un hecho que aquel era el lugar, pero la montaña ya no estaba. ¿Cómo volvería a ver Selene? La ansiedad corría por su cuerpo, gritaba desesperado. Esperó toda la noche hasta que el primer rayo de luz rozó sobre su piel. ¿Qué sería ahora de él? 

Por meses regresó al mismo sitio con la esperanza de que la montaña estuviera en el mismo lugar, pero era en vano. El dolor que sentía en su alama incrementaba por las noches. 

En el reino se había creado la expectativa de que tendrían una nueva reina. Por lo que Edgar se vio obligado a contraer matrimonio con una princesa de un reino no muy lejano.
El día de la boda las festividades tuvieron que acabar temprano. Puesto que al ponerse el sol reino la obscuridad. Ni una sola estrella brillo aquella noche, parecía que le luna se había apagado. Con el tiempo Edgar llegó a querer a su esposa, pero jamás olvidó su amor por Selene. No podía dejar las cosas así, tenía que volver a verla. Así que mando a construir una torre tan alta que se pudiera tocar el cielo con las manos. El tiempo transcurría y la construcción de la torre seguía. Las cosas no mejoraban para el rey; la reina contrajo una extraña enfermedad, que al poco tiempo le arrebató la vida. Esto afectó terriblemente a Edgar. La vejez tocaba a su puerta, pero él se mantenía fuerte. La idea de que algún día la torre estaría lista, era lo que lo mantenía con vida. Su salud empeoraba día con día. Siempre que le preguntaban cómo es que se encontraba él contestaba: 
- Les diré cuando la torre esté lista. 

Después de largos años de espera la torre por fin estaba terminada. El rey subió con grandes esfuerzos acompañado de sus lacayos. Al llegar la noche pidió que lo dejaran solo. Se acercó a la ventana que se encontraba justo al lado de la luna. Sacó del bolsillo izquierdo su gota y dijo: 
- Puedo verte por última vez luz de mi vida. 

A la mañana siguiente, unos lacayos entraron en busca del rey, pero la habitación se encontraba vacía. No había señal de Edgar por ningún lado. Esa misma noche una nueva estrella aparecía justo al lado de la luna. 
La madre besó la frente de su hija y la dejó viajar hacia donde sus sueños la llevaran.


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